UNA NOTA INDECOROSA
APUNTE SOBRE LAS “MALAS PALABRAS”
SEGUNDA PARTE
A manera de cierre pero no con la intención de agotar la temática, volvemos sobre las “malas palabras”. Lo hacemos para mostrar algunos aspectos más de esta rica y compleja trama lingüística que envuelven estas construcciones sociales.
Iniciamos
esbozando unas cuantas características al respecto, para luego mostrar algunos
ejemplos en la literatura tradicional y cómo los mismos aportan verosimilitud a
estas obras literarias. Para finalizar, nos preguntamos qué hacer con ellas y
ofrecemos una posible solución a este cuestionamiento.
Por Darío Falconi
eldiariocultutra@gmail.com
La característica inmanente e inherente a las
“malas palabras” y los insultos son la energía que concentran y que se vacía o
se calma cuando uno la descarga al aire libre o contra alguien.
Los insultos cobran vida de acuerdo al contexto en el que se encuentren, ya sea para agredir al otro, para agredirse a uno mismo, o para exteriorizar alguna alegría o admiración por alguien. Cuando uno lanza a viva voz un “hijo de puta” (y lo escribo con todas las letras, siguiendo al recordado Fontanarrosa que decía que poner puntos suspensivos para sugerir una mala palabra era triste y absurdo) esa hermosa construcción que todos usamos alguna vez, podemos significar muchas cosas. Por un lado, la ofensa más grave que a uno se le puede hacer, insultando a la madre que nos dio la vida; por otro, admiración total para un congénere o persona que ha cometido la gran hazaña “¡qué hijo de puta, cómo juega a la pelota!” Y cuando largamos un “hdp” (abreviatura eufemística para decir lo mismo que el párrafo anterior) nos damos cuenta de que no suena con tanta fuerza, tampoco llegaría con la misma intensidad si definiéramos el término al proferirle a alguien “¡Sos un descendiente de un mujer que desarrolla su trabajo en el comercio sexual!”. Pasaríamos a ser un tipo raro, hasta pensarían que no estamos bien de la cabeza. Sintetizando, cuando hay que putear, hay que putear con todas las letras.
Los insultos cobran vida de acuerdo al contexto en el que se encuentren, ya sea para agredir al otro, para agredirse a uno mismo, o para exteriorizar alguna alegría o admiración por alguien. Cuando uno lanza a viva voz un “hijo de puta” (y lo escribo con todas las letras, siguiendo al recordado Fontanarrosa que decía que poner puntos suspensivos para sugerir una mala palabra era triste y absurdo) esa hermosa construcción que todos usamos alguna vez, podemos significar muchas cosas. Por un lado, la ofensa más grave que a uno se le puede hacer, insultando a la madre que nos dio la vida; por otro, admiración total para un congénere o persona que ha cometido la gran hazaña “¡qué hijo de puta, cómo juega a la pelota!” Y cuando largamos un “hdp” (abreviatura eufemística para decir lo mismo que el párrafo anterior) nos damos cuenta de que no suena con tanta fuerza, tampoco llegaría con la misma intensidad si definiéramos el término al proferirle a alguien “¡Sos un descendiente de un mujer que desarrolla su trabajo en el comercio sexual!”. Pasaríamos a ser un tipo raro, hasta pensarían que no estamos bien de la cabeza. Sintetizando, cuando hay que putear, hay que putear con todas las letras.
OTRAS CARACTERÍSTICAS
También es cierto que las “malas palabras” cambian
o significan diferentes cosas, de acuerdo al país, la provincia, la ciudad y
hasta el barrio en que uno se encuentre. Me resisto un poco a dar estos
ejemplos porque todo el mundo los conoce, el “pelotudo” para España sería
aquella persona valiente, que tiene pelotas, cojonudo; mientras que en nuestro
país como en varios otros insinúa un insulto equivalente a estúpido.
Debo decir además que generalmente uno expresa un
insulto contra alguien, también consigo mismo cuando comete algún error o se
golpea física o moralmente; pero en ocasiones también el empleo de “malas
palabras” tiene la intención se satisfacer la necesidad de sacar una energía
positiva surgida por la obtención de alguna buena noticia, una cuestión
emotiva, de alegría inconmensurable que necesita salir de nosotros mismos.
Con el subtítulo de “verdad, mentira y arte del
insulto” los citados autores del Diccionario de la injuria, resaltan otras
características del insulto. Ellos dicen, con justa verdad, que todos tenemos
algunos secretos que no queremos contar o a veces recordar, sucesos que han pasado
o ciertas características en nuestra personalidad que no queremos dar a
conocer, todos, en cierta forma, tenemos secretos muy bien guardados. Entonces,
cuando alguien sale a relucir estos secretos, nos molesta mucho y declaramos no
grata a la persona que se ocupó de develarlas. Esto es así cuando lo que se nos
dice o se hace vox populi es verdad. Pero también es cierto que el insulto no
requiere de verdad, cuando a alguien se le dice “hijo de puta”, esta
aseveración puede ser cierta, pero no todos somos hijos de una prostituta. La
conclusión de esto es que el insulto no tiene pretensiones de ser verdadero ni
falso, sólo quiere incomodar y golpear la moral pública o privada.
Aunque no las definiremos (por cuestión de espacio)
estas son algunas formas de las “malas palabras”: adulación, blasfemia,
calumnias, falso testimonio y perjurio, frivolidades, hipocresía, insultos,
ironías hirientes, juicios temerarios, maledicencia o críticas, mentira,
vanagloria o jactancias… y el catálogo se amplía constantemente.
LA “MALAS PALABRAS” EN LA LITERATURA
El aporte que ha realizado la literatura a la
cuestión de las “malas palabras” o “voces malsonantes”, según Amado Alonso, ha
sido valiosísimo, se trata de alguna manera de suavizar (si se quiere) estas
expresiones que al ser dichas por escritores de prestigio o personajes de sus
textos, le dan un toque de anestesia al escándalo. Reproducimos tres aportes
(tomados del libro de Bufano/Perednik) para ejemplificar, téngase en cuenta el
tiempo en que fueron escritos y el contexto en cuestión:
“El farmacéutico se levantó, extendió el brazo y
haciendo chasquear la yema de los dedos, exclamó ante el mozo del café que
miraba asombrado la escena:
—Rajá, turrito, rajá.
Erdosain, rojo de vergüenza, se alejó. Cuando en la
esquina volvió la cabeza, vio que Ergueta movía los brazos hablando con el
camarero”.
(Roberto Arlt, Los siete locos).
“—Por Dios –dijo Sancho- que vuesa merced me trae
por testigo de lo que dice a una gentil persona, puto y gafo, con la añadidura
de meón, o meo, o no sé cómo.”
(Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha).
“A un oficial nietzscheano que gritó: ‘¡Primero
morir que entregar el barco!’, lo tiraron por sobre la borda después de
largarle un insulto que, en idioma teutón, debía significar algo así como ‘la
puta que te parió’.”
(Alejo Carpentier, El recurso del método).
¿QUÉ HACER CON LAS “MALAS PALABRAS”?
En varias oportunidades, nos encontramos en la
situación de resolver que hacemos con estos términos, nos lo planteamos como
educadores, como periodistas, como padres de familia, como usantes de un idioma
que nos liga a una sociedad cada vez más desinhibida.
Al respecto, reproduzco un fragmento de una
entrevista que le hiciese al Lic. Enrique Doerflinger sobre el tema en
cuestión, “hay que procurar que los chicos las eviten, pero no ponerse en una
perspectiva moralista, de escandalizarse; se debe incentivar desde el hogar, la
escuela y los medios de comunicación (tema aparte porque estos, en especial la
TV, son los principales productores de malas palabras)… De algún modo hay que
procurar de que nuestro lenguaje se enriquezca con todo lo maravilloso que
tiene la lengua, y no me refiero a que debamos hablar con un lenguaje florido o
cargado de imágenes barrocas; hay que hacer el uso de otros recursos
lingüísticos, que cuando una persona no está lo suficientemente educada
lingüísticamente no los maneja, como la ironía. Al mismo tiempo en que son
efectos comunicativos determinados sería bueno que puedan ser juegos ingeniosos
del lenguaje, esto tiene que ver con el desarrollo de otras potencialidades con
el lenguaje, antes que recurrir al recurso fácil del improperio reiterado.”
Hay que destacar también, que la inventiva en
materia de forjar “malas palabras” no se detiene y nos sorprende ver/escuchar
(más en Córdoba donde el humor es una vertiente de complejos vitamínicos para
el lenguaje) cuán pensado son los términos que se crean con este fin. Los
apodos a políticos, de amigos y demás son de una inventiva notable, al punto
tal que más de uno diría que, si fuéramos igual de buenos para el trabajo,
Argentina sería un país del primer mundo.
Las “malas palabras”, como fenómeno de la lengua
que es, crece día a día y eso es positivo, porque da cuenta que la sociedad
está cambiando y el lenguaje se va enriqueciendo; lo importante no es
eliminarlas; sino simplemente, adecuarlas al contexto en el que nos
encontremos.
(*) Publicado en EL DIARIO del Centro del País
Domingo 16 de setiembre de 2012
Villa María, Córdoba, Argentina.