UNA NOTA INDECOROSA
APUNTE SOBRE LAS “MALAS PALABRAS”
PRIMERA PARTE
En esta nota
intentamos despuntar el tema, acercarnos a sus orígenes, los usos, la riqueza
de su inventiva y hasta nos preguntamos qué hacer con ellas; son esas
expresiones que no conocen de raza, posición social, edad, ni sexo, con ustedes
las “malas palabras.”
Por Darío Falconi
eldiariocultutra@gmail.com
Siempre recuerdo el anecdótico momento en que una
de mis sobrinas de Río Tercero le decía a su madre, “—Vamos a la casa de la abuela Ana y del abuelo Ano”. Y todos
reíamos a carcajadas.
En esa construcción armada sobre la base de asociar
la “a” final como letra que define a lo femenino y la “o” como la que se ocupa
del género masculino, Ruth resolvió la necesidad de expresar sus ganas de venir
a casa mis padres. Mi madre se llama Ana, pero mi papá Jorge… ¡¿?!
De estos ejemplos hay montones en los niños que
comienzan a manejarse con el lenguaje, ese sistema de símbolos y signos que le
permitirán poder saciar sus necesidades más pronto cuando los adultos comprendan
lo que requieren, logrando de esta manera, como dice John Austin, hacer cosas
con palabras. Y mientras van aprendiendo a pasos agigantados el uso del
lenguaje, los pequeños son permeables de adquirir todo lo que la sociedad
considera bueno, pero también lo que se considera malo. Allí ingresan las
denominadas “malas palabras”, ese compendio tan amplio de expresiones,
poderosamente reproducible (en el sentido de creación constante de nuevos
términos) y que la comunidad lingüística considera tabú, por lo tanto
prohibido, reprochable, censurable...
Sucede a menudo que todo aquello prohibido genera
curiosidad (¿sino, pregúntese por qué razón usted está aquí?), esto por un
lado; y por el otro, el deseo de rebelarse, de trasgredir ciertas normas
establecidas. Existen sobrados ejemplos en distintos ámbitos que certifican
esta aseveración.
Pero volviendo a los niños, es interesante
ver/escuchar como ellos recurrirán a esta estrategia para hacerse notar. Aunque
no sepan el significado de las palabras que expresan les resulta poderosamente
llamativo decirlas, ya que les encanta el efecto que producen en los demás.
Cuando mi sobrina llamó a su abuelo “Ano” en vez de “Jorge” y descubrió que
todo el auditorio familiar se desternillaba de la risa, supo que había encontrado
sus minutos de fama. También supo que cuando fuese la responsable de alguna
travesura, la emisión de esa palabra mágica de tan sólo tres letras, la haría
salir ilesa de recibir los retos, las penitencias o algún chirlo bien merecido.
Créame lector que fue así.
¿CÚANDO UNA PALABRA ES MALA?
Lingüísticamente, las “malas palabras” son el mejor
ejemplo de mostrar en carne viva cómo funciona el lenguaje y también son las
que se producen en mayor cantidad.
Sergio Bufano y Jorge Perednik, diferencian en su
“Diccionario de la injuria” (Losada, 2006) las “malas palabras” del “insulto”,
caracterizando a las primeras como obscenidades, aquellas que están destinadas
al ámbito público y ofenden a la moral y el buen gusto; en cambio, el segundo
término está ligado al uso, ofende a alguien en particular y está gestado en el
ámbito privado, aunque después pueda pasar al ámbito público, su intención
nació allí.
Según estos autores el nacimiento de una palabra
tiene dos orígenes, uno popular y otro erudito, en ambos casos el ingreso de
una palabra al lenguaje, su permanencia y egreso depende nada más de la
comunidad; es ella la que decide consciente e inconscientemente que término se
queda, que término se va o si se otorgan nuevos valores semánticos
(significados) a los mismos.
Nótese que hay ciertas palabras que han persistido
al paso del tiempo y hay otras que sólo nacieron y vivieron por una temporada.
PALABRAS MALAS O CONSTRUCCIONES PELIGROSAS
Es interesante ver y saber que las palabras en sí
mismas no son buenas, ni malas, son amorales; el mejor ejemplo de ello lo
encontramos en el lexicón o comúnmente llamado diccionario. Si leemos del mismo
“planta herbácea anual, de hojas grandes y enteras, flores pequeñas y amarillas
y raíz carnosa comestible”, lo que se está haciendo es describir un “nabo”;
pero cuando alguien nos dice, “tu hermano es un nabo”, ya esa palabra toma otra
connotación y se ejecuta como un insulto. Peor aún si se lo adereza y se lo
enriquece logrando otras construcciones como “tu hermano es un reverendo nabo”,
a esta altura convendría preguntarse ¡¿qué tiene ver la religión, con la planta
y con mi hermano?! No sé, pero que uno se ofendería al recibir estas palabras
seguro que sí, porque sabe que lo están agrediendo.
Muchas veces, se convierten en insulto palabras que
no fueron creados con esa intención, ahí reside la versatilidad de la palabra:
“sos un negro”, “bolita” (por boliviano), etcétera… cuando negro ni boliviano en
sí no son insultos. Debería ser un orgullo ser de tal color de piel o hijo de
cualquier país de este mundo.
Los insultos se abren ampliamente como un abanico y
toman elementos de los más diversos para nutrirse. Mencionaremos a continuación
algunos ejemplos que vienen al caso:
Verduras:
dijimos recién “nabo” que es una planta, pero también una manera de decir que
alguien es un inútil, bueno para nada o connotaciones similares; zapallo, más
pesado que “collar de sandías”…
Animales:
es muy común vincular a alguna persona con la características propias de algún
animal; cerdo (“comiste como un cerdo”), vaca (“estás gorda como una vaca”),
perro (“sos un perro, jugando al fútbol”), venado (“Germán es un venado”),
burro (“¡no podés ser tan burro!), etcétera.
Características
físicas o defectos: cuando alguien quiere agredir, un clásico es resaltar
los defectos físicos de la persona en cuestión; narigón, enano, flaco, rengo,
ojudo, pelado…
Preferencias
sexuales: todo aquello que tenga que ver con la sexualidad y el tabú son
materia prima para el escándalo y la ofensa; maricón, traga balas, torta,
proxeneta, etcétera.
Religión,
nacionalidad o color de piel: judío, bolita, chinaca…
Enfermedades,
desastres y afines: cuando se emplea el uso de alguna enfermedad para
referirse a un individuo o colectivo de individuos que causan inconvenientes o
molestan de alguna manera; “sos el cáncer de esta fábrica”, “esos críos son una
plaga de langostas”, “Graciela es un terremoto”…
Diminutivo:
el empleo del diminutivo, tan común entre nosotros los cordobeses, muchas veces
empleado para referirse a alguien con cariño, también sirve para que la palabra
suene más cruel; sirvientita, mariconsito, pendejito…
Ironía:
la ironía es uno de los recursos que se emplea muchísimo y hay que estar con
cierta preparación para saber cuando son irónicos con nosotros mismos. Es un
arma muy efectiva y se consiguen los efectos más memorables con ella; su empleo
está reservado a personas más ricas y desenvueltas de vocabulario que hacen uso
de esta forma inteligente. Si bien el empleo de insultos, improperios, y otras
atrocidades no es aconsejable, la ironía está un paso más adelante y se rescata
de ella la preparación que se tiene para emplearla, en comparación con el
insulto fácil, recurrente y chabacano.
Creación de
pseudopalabras o decir palabras en otros idiomas sin que el receptor de la
misma las comprenda, se transforma en una burla.
LOS PRIMEROS INSULTOS
Las “malas palabras” y los insultos son tan
antiguos como la sociedad misma. Su primer registro, según Bufano/Perednik vine
de las Santas Escrituras. Aunque parezca irónico, el primero que insultó fue el
mismísimo Dios al decirle directamente a la serpiente “maldito”, palabra que
emplearía contra Adán y Eva, luego contra Caín por asesinar a su hermano Abel y
el eco de ese insulto se escuchará en todos los textos que le siguen. También
la serpiente insultaría a Dios diciéndole que los motivos por los cuales les
prohibió comer los frutos de cierto árbol “no son ciertos”, por lo que lo
estaría llamando, en definitiva, mentiroso.
De esta manera se convertirían en los primeros
insultos registrados de Occidente. De allí en adelante son muchísimos los
textos donde se reproducirán estos insultos y se crearían nuevos.
(Continúa el
domingo que viene)…
(*) Publicado en EL DIARIO del Centro del País
Domingo 9 de setiembre de 2012
Villa María, Córdoba, Argentina.