LECTURAS DE VERANO
2012
Segunda entrega
Continuamos con nuestras “Lecturas de Verano” de este año. En esta oportunidad la narrativa de manos de un joven escritor. Su nombre, Marco César Gaitán, un operario de una reconocida industria láctea establecida en James Craik. Aunque nació en Villa María, el 8 de mayo de 1978, siempre vivió y vive en la vecina localidad de Villa Nueva. En 1996 co-editó la revista “Creatividad Cero”, de la que salió a la calle solamente un número. “Suerte y destino” es su primer libro de cuentos de reciente publicación. Una serie de disímiles relatos que se ordenan bajo alguna de estas dos posibilidades, muchas veces, no seleccionables. Dice la contratapa del libro “Suerte o destino, esa es la cuestión. Cualquier suceso en la vida puede ser definido como alguna de éstas dos opciones, pero es cuando suceden eventos trágicos o la supervivencia milagrosa a un accidente cuando ésta cuestión entra en su máximo fulgor.
En
éste libro encontrarán una serie de cuentos, en donde los personajes se verán
involucrados en situaciones ambiguas y complejas, quedando a criterio del
lector definir si ha participado la suerte o el destino."
De
esa publicación, hemos seleccionado uno de los relatos en el que la realidad se
mezcla con la fantasía al punto de llegar a lo increíble. Pero no nos
adelantaremos, lo dejamos a usted lector, que descubra esta invasión de manos
de Marcos Gaitán.
Darío Falconi
Fotografía de Anibal Galdeano
Ilustración de Fernando Ormeño
LA INVASIÓN
Marcos Gaitán
Estoy muriendo. La infección ya se ha adueñado
de mi cuerpo. Sé que me quedan pocos minutos de vida, pero en estas pocas
líneas trataré de narrarles lo que sucedió en la invasión.
Desde hace mucho tiempo somos la raza dominante
del planeta. El mismo se encuentra en la tercera órbita desde la estrella más
cercana y cuenta con un hermoso satélite. Sus condiciones climáticas han permitido
que proliferara una gran diversidad de seres vivos, tanto de origen vegetal
como animal. Y nosotros hemos sabido utilizar los recursos naturales para poder
desarrollarnos, sin destruir el medio ambiente.
Éramos una sociedad pacífica que vivía en
armonía. Pero un día comenzó el fin. Desde el gran cielo celeste se aproximaban
dos bolas de fuego. Al principio pensamos que se trataban de dos grandes asteroides,
pero no. Eran dos grandes naves alienígenas. Y antes de que pudiésemos
reponernos de la conmoción de saber que no nos encontrábamos solos en el universo,
emprendieron la destrucción de nuestras ciudades. Pero no nos quedamos de
brazos cruzados, le dimos batalla. Y así, de la nada, se dio inicio a una
guerra que duraría cinco largos años. Una guerra por nuestra supervivencia.
En el tiempo que duró la lucha, pudimos conocer
a estos seres desalmados. Físicamente eran similares a nosotros, pero tan
diferentes. Aprendimos su dialecto y sus costumbres. Eran criaturas que
viajaban de planeta en planeta, hasta descubrir uno con las condiciones que le
permitieran vivir. Si hallaban vida inteligente la exterminaban y comenzaban la
explotación de los recursos naturales. Una vez que los agotaban, seleccionaban
a los más capaces y emprendían un nuevo viaje de búsqueda.
La exterminación era completa. Cuando lograban
apoderarse de una ciudad, unas máquinas a las que llamábamos desintegradores, se
encargaban de que ningún rastro de nuestra civilización lograra subsistir. No
tomaban esclavos, eliminaban a todos, incluso a los pequeños niños.
Ni siquiera criaban a sus hijos. Simplemente
colocaban a un macho y a una hembra en una especie de cápsula de crecimiento. Ésta
los alimentaba y los protegía. Y hasta los educaba. Una pantalla conectada a
una caja de almacenamiento de información, era le encargada de enseñarles sobre
su cultura. No teníamos posibilidad de detenerlos. Pero cuando solo quedaban en
pie pocas ciudades, la codicia, uno de los tantos defectos con los que
contaban, se hizo presente.
Se comenzaron a atacar entre sí las dos naves,
seguramente por cuestiones de poder. Si se destruían entre sí por más poder,
que clemencia podían mostrar hacia nosotros. Hasta que finalmente, una se
hundió en el océano. Esta situación nos permitió conocer las debilidades de sus
naves e iniciar la confección de un plan que los destruyera. El tiempo se
agotaba. Mi ciudad era la única que aún no había sido destruida. De millones
que éramos, solo quedábamos con vida unos pocos miles. Pero aún presentábamos
lucha, aunque todo parecía perdido, hasta que uno de nuestros intelectuales
logró desarrollar una especie de bomba. Era nuestra última esperanza, pero si
funcionaba, lograríamos la destrucción total de estos seres.
Es que, aunque no lo pudiésemos creer, toda su
civilización se encontraba dentro de la nave. Todavía no habían establecido
ciudades sobre la superficie terrestre. Tal vez nunca lo harían. Solamente tomarían
los recursos naturales para ingresarlos en la nave.
Se procedió a dar inicio al plan. Algunos de
los hombres más valientes se ofrecieron para llevarlo a cabo, pese a saber que
perderían su vida. Resultó. Desde nuestro refugio pudimos ver como la nave volaba
en millones de pedazos, que se perdían en la superficie del otro gran océano.
Pero también vimos como eran expulsadas miles de cápsulas de crecimiento, tal
vez como última expectativa de supervivencia. No lo permitiríamos. La mayoría
cayeron al agua, pero las demás las destruimos, para no dejar rastros de esa
cultura.
Celebramos nuestra victoria, pero no por mucho
tiempo. Éramos conscientes de los costos de la invasión. Sin embargo, no era tiempo
para lamentos, era tiempo para la reconstrucción de nuestra civilización. Y nos
pusimos a trabajar, sin sospechar que aún no había terminado el tormento.
A unos meses de nuestra victoria, dos niños
habían desaparecido. La búsqueda fue intensa y un grupo los encontró. Aunque
demasiado tarde. Uno de los niños ya había muerto. El otro, transpirado y
tosiendo sin cesar, alcanzó a mencionar que habían encontrado una cápsula de crecimiento,
pero falleció antes de revelar su posición.
Cuando el grupo arribó a la ciudad con los
pequeños cuerpitos, algunos miembros presentaban los mismos síntomas que habían
aquejado a los niños. No demoramos un instante en comprender que estaban
afectados con una enfermedad contagiosa. De inmediato los pusimos en
cuarentena, pero fue inútil, se propagó a velocidades insospechables. En solo
horas los niños y ancianos sucumbían ante el poder de esta infección. Y todos
nuestros intentos por salvarlos eran inútiles.
Concluimos que se trataba de un virus extraterrestre.
Y comprendimos la razón por la cual todos los malvados se encontraban dentro de
la nave. Conocían el poder de los microorganismos y temían que nuestra raza
fuera portadora de un virus que los exterminara.
Los pocos que no presentábamos síntomas huimos
de la ciudad, pero de a uno fuimos sucumbiendo, hasta encontrarme solo. El
último de mi especie, que ya comenzaba a presentar los síntomas. Ya no quedan
esperanzas. Cuando vi a los lejos lo que parecía una cápsula de crecimiento.
Efectivamente se trataba de una de estas
cabinas, la que originó el ataque final a mi civilización. La abrí con odio y
allí estaban, dos crías de los invasores. Un machito y una hembrita en sus
respectivas cunas, en las que figuraban sus nombres. Los traduje, y aunque
jamás los había escuchado, me parecieron bonitos. A un costado el alimentador, y
al frente la pantalla que se encargaba de educarlos.
Tomé mi cuchillo para aniquilarlos, pero no
pude hacerlo. Se reían, tal vez de mi apariencia y quise reír también, pero la
tos no me dejó hacerlo. No podía creer que estos seres tan hermosos se convirtieran
en algo tan desalmado. Pero quizá no nacían malvados, sino que las enseñanzas
de sus ascendientes lo convertían en esa criatura tan horrible.
Destruí la pantalla y la caja de almacenamiento
de información. Y los observé. Tan parecidos pero tan distintos. Como si
perteneciéramos a una misma especie, pero diferentes razas. Sus pequeñas
cabezas que no eran peladas, sino que presentaban pelaje en su parte superior.
Los ojos pequeños, muy pequeños, que no eran negros, sino blancos con una bola
de color que se movía en todas direcciones. Las fosas nasales que sobresalían
de su rostro y su enorme boca, que dejaba ver dientes, al igual que los
animales carnívoros.
También presentaban cuatro extremidades y me
pareció gracioso que cada una terminara en cinco dedos y no en tres. Cerré la
puerta de la cápsula. Decidí dejarlos con vida. Decidí darle la oportunidad a
estos dos pequeños alienígenas, llamados Adán y Eva, de repoblar el planeta con
seres inteligentes. Y ruego no haberme equivocado.