RAFAEL BARRETT
VIDA INTENSA DE LITERATURA Y DENUNCIA
Rafael Ángel Jorge Julián Barrett y Álvarez de Toledo, nació el 7 de enero de 1876 en Torrelavega (España).
A los 21 años estudió ingeniería.
En 1902 un diario de Madrid publicó una noticia en la cual errónea sobre su suicidio. Para el año siguiente se encontró en Argentina, lugar donde continuó con sus publicaciones. En 1904 viajó como corresponsal del diario El Tiempo, y comenzó a reunirse con jóvenes intelectuales de la época.
Dos años después, su labor periodística se multiplicó, llegó a trabajar en
El Diario de Asunción publicó el suelto Lo que son los yerbales en 1908, dando a conocer la situación a la cual eran sometidos los mensús (peones yerbateros) del Paraná; los empresarios afectados por la denuncia de Barrett presionaron de tal manera que obligaron a ese medio a cerrarle las puertas. En esta época el cronista español atendió heridos cuando estalló el golpe de estado de Albino Jara; dirigió la revista Germinal durante los once números en que sobrevivió; luego fue encarcelado en razón a las denuncias que publicaba. Más tarde fue liberado gracias a un cónsul y partió para Brasil, finalmente viajó a Uruguay atravesando Paraguay y haciendo escala en Buenos Aires. Ya en Uruguay retomó su tarea escribiendo en El Liberal, posteriormente en
En enero de 1909 fue internado en un hospital como consecuencia de sus vómitos de sangre; luego de casi una semana fue dado de alta, pero por su resquebrajada salud le recomendaron un cambio de clima; se embarcó para Corrientes, pero decidió retornar luego a Paraguay.
Al año siguiente los diarios le reabrieron sus puertas. Mantuvo correspondencia con un doctor de Francia al que visitó para intentar frenar sin éxito su tuberculosis. El 17 de diciembre de 1910 murió en Francia a los 34 años.
En Uruguay y Paraguay la noticia de su fallecimiento generó una gran cantidad de artículos y polémicas por su obra.
p LO QUE SON LOS YERBALES
Dentro de su intensa obra rescatamos ésta en la que Rafael Barrett criticó duramente a los latifundistas del Alto Paraná; describió de manera profunda el proceso por el cual los patrones contrataban a los mensús. Les anticipaban una miserable suma de dinero, monto que luego el peón devolvería con trabajo. Se los contrataba por un período de
Estas empresas yerbateras comenzaban con un capital mínimo y en poco tiempo multiplicaban sus ingresos a costa de la muerte humana.
p FRASES
Barrett, fue ensayista, sociólogo y filósofo anarquista; reflexionó dentro de un amplio abanico de temas, de los que, a modo de ejemplo, citamos algunas frases engarzadas en los textos que integran sus obras.
“El arpa es armoniosa porque son desiguales sus cuerdas” (Roosvelt y el socialismo). “El mejor fruto de la sabiduría es saber medir la profundidad de lo que no se sabe” (Pío X). “Vivimos por nuestros frutos; el único crimen es la esterilidad” (El esfuerzo). “El gobierno es tanto más sólido cuanto más débiles y viciosos son los ciudadanos” (Lotería). “(...) Sólo es nuestro lo que sólo con nosotros resplandece y obra” (El robo). “La vida que no es lucha es olvido y muerte” (La gloria). “Pensar es exponerse a ser decapitado, porque es levantar la frente” (La regla). “Nacer o morir no es nada, durar es lo terrible” (Fecundidad). “En política no hay amigos; no hay más que cómplices” (Reflexiones). “No se si en la época de las cavernas se moría la humanidad de hambre y de frío, pero ahora no cabe duda” (Reflexiones). “Triste es que no se realice ninguno de nuestros sueños, y más triste, que se realicen todos” (Reflexiones). “El dolor es un elemento normal en el mundo. No sufrir es un síntoma patológico” (La obra que salva).
(*) Publicado en EL DIARIO del Centro del País, domingo 4 de mayo de 2009.-
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BUENOS AIRES
de Rafael Barrett
(El presente texto fue publicado en El Diario Español y causal de su despido).
El amanecer, la tristeza infinita de los primeros espectros verdosos, enormes, sin forma, que se pegan a las altas y sombrías fachadas de la avenida de Mayo; la vuelta al dolor, la claridad lenta en la llovizna fría y pegajosa que desciende de la inmensidad gris; el cansancio incurable, saliendo crispado y lívido del sueño, del pedazo de muerte con que nos aliviamos un minuto; el húmedo asfalto, interminable, reluciente, el espejo donde todo resbala y huye, los muros mojados y lustrosos, la gran calle pétrea, sudando su indiferencia helada; la soledad donde todavía duermen pozos de tiniebla, donde ya empieza a gusanear el hombre...
Chiquillos extenuados, descalzos, medio desnudos, con el hambre y la ciencia de la vida retratados en sus rostros graves, corren sin alientos, cargados de Prensas, corren, débiles bestias espoleadas, a distribuir por la ciudad del egoísmo la palabra hipócrita de la democracia y del progreso, alimentada con anuncios de rematadores. Pasan obreros envejecidos y callosos, la herramienta a la espalda. Son machos fuertes y siniestros, duros a la intemperie y al látigo. Hay en sus ojos un odio tenaz y sarcástico que no se marcha jamás. La mañana se empina poco a poco, y descubre cosas sórdidas y sucias amodorradas en los umbrales, contra el quicio de las puertas. Los mendigos espantan a las ratas y hozan en los montones de inmundicias. Una población harapienta surge del abismo, y vaga y roe al pie de los palacios unidos los unos a los otros en la larga perspectiva, gigantescos, mudos, cerrados de arriba abajo, inatacables, inaccesibles.
Allí están guardados los restos del festín de anoche: la pechuga trufada que deshace su pulpa exquisita en el plato de China, el champaña que abandona su baño polar para hervir relámpagos de oro en el tallado cristal de Bohemia. Allí descansan en nidos de tibios terciopelos las esmeraldas y los diamantes; allí reposa la ociosidad y sueña la lujuria, acariciadas por el hilo de Holanda y las sedas de Oriente y los encajes de Inglaterra; allí se ocultan las delicias y los tesoros todos del mundo. Allí, a un palmo de distancia, palpita la felicidad. Fuera de allí, el horror y la rabia, el desierto y la sed, el miedo y la angustia y el suicidio anónimo.
Un viejo se acercó despacio a mi portal. Venía oblicuamente, escudriñando el suelo. Un gorro pesado, informe, le cubría, como una costra, el cráneo tiñoso. La piel de la cara era fina y repugnante. La nariz abultada, roja, chorreante, asomaba sobre una bufanda grasienta y endurecida. Ropa sin nombre, trozos recosidos atados con cuerdas al cuerpo miserable, peleaban con el invierno. Los pies parecían envueltos en un barro indestructible. Se deslizó hasta mí; no pidió limosna. Vio una lata donde se había arrojado la basura del día, y sacando un gancho comenzó a revolver los desperdicios que despedían un hedor mortal. Contemplé aquellas manos bien dibujadas, en que sonreía aún el reflejo de la juventud y de la inteligencia; contemplé aquellos párpados de bordes sanguinolentos, entre los cuales vacilaba el pálido azul de las pupilas, un azul de témpano, un azul enfermo, extrahumano, fatídico. El viejo –si lo era- encontró algo... una carnaza a medio quemar, a medio mascar, manchada con la saliva de algún perro. Las manos la tomaron cuidadosamente. El desdichado se alejó... Creí observar, adivinar... que su apetito no esperaba...
¡También América! Sentí la infamia de la especie en mis entrañas. Sentí la ira implacable subir a mis sienes, morder mis brazos. Sentí que la única manera de ser bueno es ser feroz, que el incendio y la matanza son la verdad, que hay que mudar la sangre de los odres podridos. Comprendí, en aquel instante, la grandeza del gesto anarquista, y admiré el júbilo magnífico con que la dinamita atruena y raja el vil hormiguero humano.