Son el mejor ejemplo de cómo funciona el sistema de la lengua. Se crean, se reproducen y mueren con tanta rapidez que nos asombra. Las utilizamos para descargar nuestras energías, para demostrar admiraciones, como apelativo para comunicarnos con amigos, para expresar la inmensa felicidad o para insultar nuestra mala suerte.
En esta nota intentamos despuntar el tema acercarnos a sus orígenes, los usos, la riqueza de su inventiva y hasta nos preguntamos qué hacer con ellas; son esas expresiones que no conocen de raza, posición social, edad, ni sexo, con ustedes las “malas palabras.”
En esta nota intentamos despuntar el tema acercarnos a sus orígenes, los usos, la riqueza de su inventiva y hasta nos preguntamos qué hacer con ellas; son esas expresiones que no conocen de raza, posición social, edad, ni sexo, con ustedes las “malas palabras.”
Siempre recuerdo el anecdótico momento en que una de mis sobrinas de Río Tercero le decía a su madre, “—Vamos a la casa de la abuela Ana y del abuelo Ano”. Y todos reíamos a carcajadas.
En esa construcción armada sobre la base de asociar la “a” final como letra que define a lo femenino y la “o” como la que se ocupa del género masculino, Ruth resolvió la necesidad de expresar sus ganas de venir a casa mis padres.
Mi madre se llama Ana, pero mi papá Jorge… ¡¿?!
De estos ejemplos hay montones en los niños que comienzan a manejarse con el lenguaje, ese sistema de símbolos y signos que le permitirán poder saciar sus necesidades más pronto cuando los adultos comprendan lo que requieren, logrando de esta manera, como dice John Austin, hacer cosas con palabras. Y mientras van aprendiendo a pasos agigantados el uso del lenguaje, los pequeños son permeables de adquirir todo lo que la sociedad considera bueno, pero también lo que se considera malo. Allí ingresan las denominadas “malas palabras”, ese compendio tan amplio de expresiones, poderosamente reproducible (en el sentido de creación constante de nuevos términos) y que la comunidad lingüística considera tabú, por lo tanto prohibido, reprochable, censurable...
Sucede a menudo que todo aquello prohibido genera curiosidad (¿sino, pregúntese por qué razón usted está aquí?), esto por un lado; y por el otro, el deseo de rebelarse, de trasgredir ciertas normas establecidas. Existen sobrados ejemplos en distintos ámbitos que certifican esta aseveración.
Pero volviendo a los niños, es interesante ver/escuchar como ellos recurrirán a esta estrategia para hacerse notar. Aunque no sepan el significado de las palabras que expresan les resulta poderosamente llamativo decirlas, ya que les encanta el efecto que producen en los demás. Cuando mi sobrina llamó a su abuelo “Ano” en vez de “Jorge” y descubrió que todo el auditorio familiar se desternillaba de la risa, supo que había encontrado sus minutos de fama. También supo que cuando fuese la responsable de alguna travesura, la emisión de esa palabra mágica de tan sólo tres letras, la haría salir ilesa de recibir los retos, las penitencias o algún chirlo bien merecido. Créame lector que fue así.
¿CÚANDO UNA PALABRA ES MALA?
Lingüísticamente, las “malas palabras” son el mejor ejemplo de mostrar en carne viva como funciona el lenguaje y también son las que se producen en mayor cantidad.
Sergio Bufano y Jorge Perednik, diferencian en su “Diccionario de la injuria” (Losada, 2006) las “malas palabras” del “insulto”, caracterizando a las primeras como obscenidades, aquellas que están destinadas al ámbito público y ofenden a la moral y el buen gusto; en cambio, el segundo término está ligado al uso, ofende a alguien en particular y está gestado en el ámbito privado, aunque después pueda pasar al ámbito público, su intención nació allí.
Según estos autores el nacimiento de una palabra tiene dos orígenes, uno popular y otro erudito, en ambos casos el ingreso de una palabra al lenguaje, su permanencia y egreso depende nada más de la comunidad; es ella la que decide consciente e inconscientemente que término se queda, que término se va o si se otorgan nuevos valores semánticos (significados) a los mismos.
Nótese que hay ciertas palabras que han persistido al paso del tiempo y hay otras que sólo nacieron y vivieron por una temporada; no pretendo dar muchos ejemplos porque quiero conservar mi trabajo en Nativa, pero póngase a pensar lector y brotaran sin mucho esfuerzo.
PALABRAS MALAS O CONSTRUCCIONES PELIGROSAS
Es interesante ver y saber que las palabras en sí mismas no son buenas, ni malas, son amorales; el mejor ejemplo de ello es el lexicón, popularmente conocido como diccionario. Si leemos del mismo “planta herbácea anual, de hojas grandes y enteras, flores pequeñas y amarillas y raíz carnosa comestible”, no nos dice más que la descripción de un “nabo”; pero cuando alguien nos dice, “tu hermano es un nabo”, ya esa palabra toma otra connotación y se ejecuta como un insulto. Peor aún si se lo adereza y se lo enriquece logrando otras construcciones como “tu hermano es un reverendo nabo”, ¡¿qué tiene ver la religión, con la planta y con mi hermano?! No sé, pero que uno se ofendería al recibir estas palabras seguro que sí, porque sabe que lo están agrediendo.
Muchas veces, se convierten en insulto palabras que no fueron creados con esa intención, ahí reside la versatilidad de la palabra: “sos un negro”, “bolita” (por boliviano), etcétera… cuando negro ni boliviano, en sí son insultos, hasta debería ser un orgullo ser de tal color de piel o hijo de cualquier país de este mundo.
Los insultos se abren ampliamente como un abanico y toman elementos de los más diversos para nutrirse. Mencionaremos a continuación algunos ejemplos (suaves) que vienen al caso:
Verduras: dijimos recién “nabo” que es una planta, pero también una manera de decir que alguien es un inútil, bueno para nada o connotaciones similares; zapallo, “collar de sandías”…
Animales: es muy común vincular a alguna persona con la características propias de algún animal; cerdo (“comiste como un cerdo”), vaca (“estás gorda como una vaca”), perro (“sos un perro, jugando al fútbol”), venado (“Germán es un venado”), burro (“¡no podés ser tan burro!), etcétera.
Características físicas o defectos: cuando alguien quiere agredir, un clásico es resaltar los defectos físicos de la persona en cuestión; narigón, enano, flaco, rengo, ojudo, pelado…
Preferencias sexuales: todo aquello que tenga que ver con la sexualidad y el tabú son materia prima para el escándalo y la ofensa; maricón, traga balas, torta, proxeneta, etcétera.
Religión, nacionalidad o color de piel: judío, bolita, chinaca…
Enfermedades, desastres y afines: cuando se emplea el uso de alguna enfermedad para referirse a un individuo o colectivo de individuos que causan inconvenientes o molestan de alguna manera; “sos el cáncer de esta fábrica”, “esos críos son una plaga de langostas”, “Graciela es un terremoto”…
Diminutivo: el empleo del diminutivo, tan común entre nosotros los cordobeses, muchas veces empleado para referirse a alguien con cariño, también sirve para que la palabra suene más cruel; sirvientita, putita, pendejito…
Ironía: la ironía es uno de los recursos que se emplea muchísimo y hay que estar con cierta preparación para saber cuando son irónicos con nosotros mismos. Es un arma muy efectiva y se consiguen los efectos más memorables con ella; su empleo está reservado a personas más ricas y desenvueltas de vocabulario que hacen uso de esta forma inteligente. Si bien el empleo de insultos, improperios, y otras atrocidades no es aconsejable, la ironía está un paso más adelante y se rescata de ella la preparación que se tiene para emplearla, en comparación con el insulto fácil, recurrente y chabacano.
Decir palabras en otros idiomas o crear pseudopalabras sin que el receptor de la misma las comprenda; dado que lo que se pretende es que el otro no entienda lo que uno dice, el enunciado se transformaría en una burla.
LOS PRIMEROS INSULTOS
Las “malas palabras” y los insultos son tan antiguos como la sociedad misma. Su primer registro, según Bufano/Perednik vine de las Santas Escrituras. Aunque parezca irónico, el primero que insultó fue el mismísimo Dios al decirle directamente a la serpiente “maldito”, palabra que emplearía contra Adán y Eva, luego contra Caín por asesinar a su hermano Abel y el eco de ese insulto se escuchará en todos los textos que le siguen. También la serpiente insultaría a Dios diciéndole que los motivos por los cuales les prohibió comer los frutos de cierto árbol “no son ciertos”, por lo que lo estaría llamando, en definitiva, mentiroso.
De esta manera ¿paradójica? tenemos los primeros insultos registrados en Occidente. De allí en adelante son muchísimos los textos donde se da cuenta y reproducen insultos (véase más adelante “Las malas palabras en la literatura”).
OTRAS CARACTERÍSTICAS
La característica inmanente e inherente a las “malas palabras” y los insultos es la energía que concentran y que se vacía o se calma cuando uno la descarga al aire libre o contra alguien.
Los insultos cobran vida de acuerdo al contexto en el que se encuentren, ya sea para agredir al otro, para agredirse a uno mismo, o para exteriorizar alguna alegría o admiración por alguien. Cuando uno lanza a viva voz un “hijo de puta” (y lo escribo con todas las letras, siguiendo al recordado Fontanarrosa que decía que poner puntos suspensivos para sugerir una mala palabra era triste y absurdo) esa hermosa construcción que todos usamos alguna vez, podemos significar muchas cosas. Por un lado, la ofensa más grave que a uno se le puede hacer, insultando a la madre que nos dio la vida; por otro, admiración total para un congénere o persona que ha cometido la gran hazaña “¡qué hijo de puta, cómo juega a la pelota!” Y cuando largamos un “hdp” (abreviatura eufemística para decir lo mismo que el párrafo anterior) nos damos cuenta de que no suena con tanta fuerza, tampoco llegaría con la misma intensidad si definiéramos el término al proferirle a alguien “¡Sos un descendiente de un mujer que desarrolla su trabajo en el comercio sexual!”. Pasaríamos a ser un tipo raro, hasta pensarían que no estamos bien de la cabeza. Sintetizando, cuando hay que putear, hay que putear con todas las letras.
También es cierto que las “malas palabras” cambian o significan refieren a diferentes cosas, de acuerdo al país, la provincia, la ciudad y hasta el barrio en que uno se encuentre. Me resisto un poco a dar estos ejemplos porque todo el mundo los conoce, el “pelotudo” para España sería aquella persona valiente, que tiene pelotas, cojonudo; mientras que en nuestro país como en varios otros insinúa un insulto.
Debo decir además que generalmente uno expresa un insulto contra alguien, también consigo mismo cuando comete algún error o se golpea física o moralmente; pero en ocasiones también el empleo de “malas palabras” tiene la intención se satisfacer la necesidad de sacar una energía positiva surgida por la obtención de alguna buena noticia, una cuestión emotiva, de alegría inconmensurable que necesita salir de nosotros mismos.
Con el subtítulo de “verdad, mentira y arte del insulto” los citados autores del Diccionario de la injuria, resaltan otras características del insulto. Ellos dicen, con justa verdad, que todos tenemos algunos secretos que no queremos contar o a veces recordar, sucesos que han pasado o ciertas características en nuestra personalidad que no queremos dar a conocer, todos, en cierta forma, tenemos secretos muy bien guardados. Entonces, cuando alguien sale a relucir estos secretos, nos molesta mucho y declaramos no grata a la persona que se ocupó de develarlas. Esto es así cuando lo que se nos dice o se hace vox populi es verdad. Pero también es cierto que el insulto no requiere de verdad, cuando a alguien se le dice “hijo de puta”, esta aseveración puede ser cierta, pero no todos somos hijos de una prostituta. La conclusión de esto es que el insulto no tiene pretensiones de ser verdadero ni falso, sólo quiere incomodar y golpear la moral pública o privada.
Aunque no las definiremos (por cuestión de espacio) estas son algunas formas de las “malas palabras”: adulación, blasfemia, calumnias, falso testimonio y perjurio, frivolidades, hipocresía, insultos, ironías hirientes, juicios temerarios, maledicencia o críticas, mentira, vanagloria o jactancias… y el catálogo se amplia constantemente.
LA “MALAS PALABRAS” EN LA LITERATURA
El aporte que ha realizado la literatura a la cuestión de las “malas palabras” o “voces malsonantes”, según Amado Alonso, ha sido valiosísimo, se trata de alguna manera de suavizar (si se quiere) estas expresiones que al ser dichas por escritores de prestigio o personajes de sus textos, le dan un toque de anestesia para el escándalo. Reproducimos tres aportes (tomados del libro de Bufano/Perednik) para ejemplificar, téngase en cuenta el tiempo en que fueron escritos y el contexto en cuestión:
“El farmacéutico se levantó, extendió el brazo y haciendo chasquear la yema de los dedos, exclamó ante el mozo del café que miraba asombrado la escena:
—Rajá, turrito, rajá.
Erdosain, rojo de vergüenza, se alejó. Cuando en la esquina volvió la cabeza, vio que Ergueta movía los brazos hablando con el camarero”.
(Roberto Arlt, Los siete locos).
“—Por Dios –dijo Sancho- que vuesa merced me trae por testigo de lo que dice a una gentil persona, puto y gafo, con la añadidura de meón, o meo, o no sé cómo.”
(Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha).
“A un oficial nietzscheano que gritó: ‘¡Primero morir que entregar el barco!’, lo tiraron por sobre la borda después de largarle un insulto que, en idioma teutón, debía significar algo así como ‘la puta que te parió’.”
(Alejo Carpentier, El recurso del método).
¿QUÉ HACER CON LAS “MALAS PALABRAS”?
En varias oportunidades, nos encontramos en la situación de resolver que hacemos con estos términos, nos lo planteamos como educadores, como periodistas, como padres de familia, como usantes de un idioma que nos liga a una sociedad cada vez más desinhibida.
Al respecto, reproduzco un fragmento de una entrevista que le hiciese al Lic. Enrique Doerflinger sobre el tema en cuestión, “hay que procurar que los chicos las eviten, pero no ponerse en una perspectiva moralista, de escandalizarse; se debe incentivar desde el hogar, la escuela y los medios de comunicación (tema aparte porque estos, en especial la TV, son los principales productores de malas palabras)… De algún modo hay que procurar de que nuestro lenguaje se enriquezca con todo lo maravilloso que tiene la lengua, y no me refiero a que debamos hablar con un lenguaje florido o cargado de imágenes barrocas; hay que hacer el uso de otros recursos lingüísticos, que cuando una persona no está lo suficientemente educada lingüísticamente no los maneja, como la ironía. Al mismo tiempo en que son efectos comunicativos determinados sería bueno que puedan ser juegos ingeniosos del lenguaje, esto tiene que ver con el desarrollo de otras potencialidades con el lenguaje, antes que recurrir al recurso fácil del improperio reiterado.”
Hay que destacar también, que la inventiva en materia de forjar “malas palabras” no se detiene y nos sorprende ver/escuchar (más en Córdoba donde el humor es una vertiente de complejos vitamínicos para el lenguaje) cuán pensado son los términos que se crean con este fin. Los apodos a políticos, de amigos y demás son de una inventiva notable, al punto tal que más de uno diría que, si fuéramos igual de buenos para el trabajo, Argentina sería un país del primer mundo.
Las “malas palabras”, como fenómeno de la lengua que es, crece día a día y eso es positivo, porque da cuenta que la sociedad está cambiando y el lenguaje se va enriqueciendo; lo importante no es eliminarlas, es adecuarlas al contexto en el que nos encontremos y que de usarse como improperio, sean el sustituto ideal de la violencia física.
En esa construcción armada sobre la base de asociar la “a” final como letra que define a lo femenino y la “o” como la que se ocupa del género masculino, Ruth resolvió la necesidad de expresar sus ganas de venir a casa mis padres.
Mi madre se llama Ana, pero mi papá Jorge… ¡¿?!
De estos ejemplos hay montones en los niños que comienzan a manejarse con el lenguaje, ese sistema de símbolos y signos que le permitirán poder saciar sus necesidades más pronto cuando los adultos comprendan lo que requieren, logrando de esta manera, como dice John Austin, hacer cosas con palabras. Y mientras van aprendiendo a pasos agigantados el uso del lenguaje, los pequeños son permeables de adquirir todo lo que la sociedad considera bueno, pero también lo que se considera malo. Allí ingresan las denominadas “malas palabras”, ese compendio tan amplio de expresiones, poderosamente reproducible (en el sentido de creación constante de nuevos términos) y que la comunidad lingüística considera tabú, por lo tanto prohibido, reprochable, censurable...
Sucede a menudo que todo aquello prohibido genera curiosidad (¿sino, pregúntese por qué razón usted está aquí?), esto por un lado; y por el otro, el deseo de rebelarse, de trasgredir ciertas normas establecidas. Existen sobrados ejemplos en distintos ámbitos que certifican esta aseveración.
Pero volviendo a los niños, es interesante ver/escuchar como ellos recurrirán a esta estrategia para hacerse notar. Aunque no sepan el significado de las palabras que expresan les resulta poderosamente llamativo decirlas, ya que les encanta el efecto que producen en los demás. Cuando mi sobrina llamó a su abuelo “Ano” en vez de “Jorge” y descubrió que todo el auditorio familiar se desternillaba de la risa, supo que había encontrado sus minutos de fama. También supo que cuando fuese la responsable de alguna travesura, la emisión de esa palabra mágica de tan sólo tres letras, la haría salir ilesa de recibir los retos, las penitencias o algún chirlo bien merecido. Créame lector que fue así.
¿CÚANDO UNA PALABRA ES MALA?
Lingüísticamente, las “malas palabras” son el mejor ejemplo de mostrar en carne viva como funciona el lenguaje y también son las que se producen en mayor cantidad.
Sergio Bufano y Jorge Perednik, diferencian en su “Diccionario de la injuria” (Losada, 2006) las “malas palabras” del “insulto”, caracterizando a las primeras como obscenidades, aquellas que están destinadas al ámbito público y ofenden a la moral y el buen gusto; en cambio, el segundo término está ligado al uso, ofende a alguien en particular y está gestado en el ámbito privado, aunque después pueda pasar al ámbito público, su intención nació allí.
Según estos autores el nacimiento de una palabra tiene dos orígenes, uno popular y otro erudito, en ambos casos el ingreso de una palabra al lenguaje, su permanencia y egreso depende nada más de la comunidad; es ella la que decide consciente e inconscientemente que término se queda, que término se va o si se otorgan nuevos valores semánticos (significados) a los mismos.
Nótese que hay ciertas palabras que han persistido al paso del tiempo y hay otras que sólo nacieron y vivieron por una temporada; no pretendo dar muchos ejemplos porque quiero conservar mi trabajo en Nativa, pero póngase a pensar lector y brotaran sin mucho esfuerzo.
PALABRAS MALAS O CONSTRUCCIONES PELIGROSAS
Es interesante ver y saber que las palabras en sí mismas no son buenas, ni malas, son amorales; el mejor ejemplo de ello es el lexicón, popularmente conocido como diccionario. Si leemos del mismo “planta herbácea anual, de hojas grandes y enteras, flores pequeñas y amarillas y raíz carnosa comestible”, no nos dice más que la descripción de un “nabo”; pero cuando alguien nos dice, “tu hermano es un nabo”, ya esa palabra toma otra connotación y se ejecuta como un insulto. Peor aún si se lo adereza y se lo enriquece logrando otras construcciones como “tu hermano es un reverendo nabo”, ¡¿qué tiene ver la religión, con la planta y con mi hermano?! No sé, pero que uno se ofendería al recibir estas palabras seguro que sí, porque sabe que lo están agrediendo.
Muchas veces, se convierten en insulto palabras que no fueron creados con esa intención, ahí reside la versatilidad de la palabra: “sos un negro”, “bolita” (por boliviano), etcétera… cuando negro ni boliviano, en sí son insultos, hasta debería ser un orgullo ser de tal color de piel o hijo de cualquier país de este mundo.
Los insultos se abren ampliamente como un abanico y toman elementos de los más diversos para nutrirse. Mencionaremos a continuación algunos ejemplos (suaves) que vienen al caso:
Verduras: dijimos recién “nabo” que es una planta, pero también una manera de decir que alguien es un inútil, bueno para nada o connotaciones similares; zapallo, “collar de sandías”…
Animales: es muy común vincular a alguna persona con la características propias de algún animal; cerdo (“comiste como un cerdo”), vaca (“estás gorda como una vaca”), perro (“sos un perro, jugando al fútbol”), venado (“Germán es un venado”), burro (“¡no podés ser tan burro!), etcétera.
Características físicas o defectos: cuando alguien quiere agredir, un clásico es resaltar los defectos físicos de la persona en cuestión; narigón, enano, flaco, rengo, ojudo, pelado…
Preferencias sexuales: todo aquello que tenga que ver con la sexualidad y el tabú son materia prima para el escándalo y la ofensa; maricón, traga balas, torta, proxeneta, etcétera.
Religión, nacionalidad o color de piel: judío, bolita, chinaca…
Enfermedades, desastres y afines: cuando se emplea el uso de alguna enfermedad para referirse a un individuo o colectivo de individuos que causan inconvenientes o molestan de alguna manera; “sos el cáncer de esta fábrica”, “esos críos son una plaga de langostas”, “Graciela es un terremoto”…
Diminutivo: el empleo del diminutivo, tan común entre nosotros los cordobeses, muchas veces empleado para referirse a alguien con cariño, también sirve para que la palabra suene más cruel; sirvientita, putita, pendejito…
Ironía: la ironía es uno de los recursos que se emplea muchísimo y hay que estar con cierta preparación para saber cuando son irónicos con nosotros mismos. Es un arma muy efectiva y se consiguen los efectos más memorables con ella; su empleo está reservado a personas más ricas y desenvueltas de vocabulario que hacen uso de esta forma inteligente. Si bien el empleo de insultos, improperios, y otras atrocidades no es aconsejable, la ironía está un paso más adelante y se rescata de ella la preparación que se tiene para emplearla, en comparación con el insulto fácil, recurrente y chabacano.
Decir palabras en otros idiomas o crear pseudopalabras sin que el receptor de la misma las comprenda; dado que lo que se pretende es que el otro no entienda lo que uno dice, el enunciado se transformaría en una burla.
LOS PRIMEROS INSULTOS
Las “malas palabras” y los insultos son tan antiguos como la sociedad misma. Su primer registro, según Bufano/Perednik vine de las Santas Escrituras. Aunque parezca irónico, el primero que insultó fue el mismísimo Dios al decirle directamente a la serpiente “maldito”, palabra que emplearía contra Adán y Eva, luego contra Caín por asesinar a su hermano Abel y el eco de ese insulto se escuchará en todos los textos que le siguen. También la serpiente insultaría a Dios diciéndole que los motivos por los cuales les prohibió comer los frutos de cierto árbol “no son ciertos”, por lo que lo estaría llamando, en definitiva, mentiroso.
De esta manera ¿paradójica? tenemos los primeros insultos registrados en Occidente. De allí en adelante son muchísimos los textos donde se da cuenta y reproducen insultos (véase más adelante “Las malas palabras en la literatura”).
OTRAS CARACTERÍSTICAS
La característica inmanente e inherente a las “malas palabras” y los insultos es la energía que concentran y que se vacía o se calma cuando uno la descarga al aire libre o contra alguien.
Los insultos cobran vida de acuerdo al contexto en el que se encuentren, ya sea para agredir al otro, para agredirse a uno mismo, o para exteriorizar alguna alegría o admiración por alguien. Cuando uno lanza a viva voz un “hijo de puta” (y lo escribo con todas las letras, siguiendo al recordado Fontanarrosa que decía que poner puntos suspensivos para sugerir una mala palabra era triste y absurdo) esa hermosa construcción que todos usamos alguna vez, podemos significar muchas cosas. Por un lado, la ofensa más grave que a uno se le puede hacer, insultando a la madre que nos dio la vida; por otro, admiración total para un congénere o persona que ha cometido la gran hazaña “¡qué hijo de puta, cómo juega a la pelota!” Y cuando largamos un “hdp” (abreviatura eufemística para decir lo mismo que el párrafo anterior) nos damos cuenta de que no suena con tanta fuerza, tampoco llegaría con la misma intensidad si definiéramos el término al proferirle a alguien “¡Sos un descendiente de un mujer que desarrolla su trabajo en el comercio sexual!”. Pasaríamos a ser un tipo raro, hasta pensarían que no estamos bien de la cabeza. Sintetizando, cuando hay que putear, hay que putear con todas las letras.
También es cierto que las “malas palabras” cambian o significan refieren a diferentes cosas, de acuerdo al país, la provincia, la ciudad y hasta el barrio en que uno se encuentre. Me resisto un poco a dar estos ejemplos porque todo el mundo los conoce, el “pelotudo” para España sería aquella persona valiente, que tiene pelotas, cojonudo; mientras que en nuestro país como en varios otros insinúa un insulto.
Debo decir además que generalmente uno expresa un insulto contra alguien, también consigo mismo cuando comete algún error o se golpea física o moralmente; pero en ocasiones también el empleo de “malas palabras” tiene la intención se satisfacer la necesidad de sacar una energía positiva surgida por la obtención de alguna buena noticia, una cuestión emotiva, de alegría inconmensurable que necesita salir de nosotros mismos.
Con el subtítulo de “verdad, mentira y arte del insulto” los citados autores del Diccionario de la injuria, resaltan otras características del insulto. Ellos dicen, con justa verdad, que todos tenemos algunos secretos que no queremos contar o a veces recordar, sucesos que han pasado o ciertas características en nuestra personalidad que no queremos dar a conocer, todos, en cierta forma, tenemos secretos muy bien guardados. Entonces, cuando alguien sale a relucir estos secretos, nos molesta mucho y declaramos no grata a la persona que se ocupó de develarlas. Esto es así cuando lo que se nos dice o se hace vox populi es verdad. Pero también es cierto que el insulto no requiere de verdad, cuando a alguien se le dice “hijo de puta”, esta aseveración puede ser cierta, pero no todos somos hijos de una prostituta. La conclusión de esto es que el insulto no tiene pretensiones de ser verdadero ni falso, sólo quiere incomodar y golpear la moral pública o privada.
Aunque no las definiremos (por cuestión de espacio) estas son algunas formas de las “malas palabras”: adulación, blasfemia, calumnias, falso testimonio y perjurio, frivolidades, hipocresía, insultos, ironías hirientes, juicios temerarios, maledicencia o críticas, mentira, vanagloria o jactancias… y el catálogo se amplia constantemente.
LA “MALAS PALABRAS” EN LA LITERATURA
El aporte que ha realizado la literatura a la cuestión de las “malas palabras” o “voces malsonantes”, según Amado Alonso, ha sido valiosísimo, se trata de alguna manera de suavizar (si se quiere) estas expresiones que al ser dichas por escritores de prestigio o personajes de sus textos, le dan un toque de anestesia para el escándalo. Reproducimos tres aportes (tomados del libro de Bufano/Perednik) para ejemplificar, téngase en cuenta el tiempo en que fueron escritos y el contexto en cuestión:
“El farmacéutico se levantó, extendió el brazo y haciendo chasquear la yema de los dedos, exclamó ante el mozo del café que miraba asombrado la escena:
—Rajá, turrito, rajá.
Erdosain, rojo de vergüenza, se alejó. Cuando en la esquina volvió la cabeza, vio que Ergueta movía los brazos hablando con el camarero”.
(Roberto Arlt, Los siete locos).
“—Por Dios –dijo Sancho- que vuesa merced me trae por testigo de lo que dice a una gentil persona, puto y gafo, con la añadidura de meón, o meo, o no sé cómo.”
(Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha).
“A un oficial nietzscheano que gritó: ‘¡Primero morir que entregar el barco!’, lo tiraron por sobre la borda después de largarle un insulto que, en idioma teutón, debía significar algo así como ‘la puta que te parió’.”
(Alejo Carpentier, El recurso del método).
¿QUÉ HACER CON LAS “MALAS PALABRAS”?
En varias oportunidades, nos encontramos en la situación de resolver que hacemos con estos términos, nos lo planteamos como educadores, como periodistas, como padres de familia, como usantes de un idioma que nos liga a una sociedad cada vez más desinhibida.
Al respecto, reproduzco un fragmento de una entrevista que le hiciese al Lic. Enrique Doerflinger sobre el tema en cuestión, “hay que procurar que los chicos las eviten, pero no ponerse en una perspectiva moralista, de escandalizarse; se debe incentivar desde el hogar, la escuela y los medios de comunicación (tema aparte porque estos, en especial la TV, son los principales productores de malas palabras)… De algún modo hay que procurar de que nuestro lenguaje se enriquezca con todo lo maravilloso que tiene la lengua, y no me refiero a que debamos hablar con un lenguaje florido o cargado de imágenes barrocas; hay que hacer el uso de otros recursos lingüísticos, que cuando una persona no está lo suficientemente educada lingüísticamente no los maneja, como la ironía. Al mismo tiempo en que son efectos comunicativos determinados sería bueno que puedan ser juegos ingeniosos del lenguaje, esto tiene que ver con el desarrollo de otras potencialidades con el lenguaje, antes que recurrir al recurso fácil del improperio reiterado.”
Hay que destacar también, que la inventiva en materia de forjar “malas palabras” no se detiene y nos sorprende ver/escuchar (más en Córdoba donde el humor es una vertiente de complejos vitamínicos para el lenguaje) cuán pensado son los términos que se crean con este fin. Los apodos a políticos, de amigos y demás son de una inventiva notable, al punto tal que más de uno diría que, si fuéramos igual de buenos para el trabajo, Argentina sería un país del primer mundo.
Las “malas palabras”, como fenómeno de la lengua que es, crece día a día y eso es positivo, porque da cuenta que la sociedad está cambiando y el lenguaje se va enriqueciendo; lo importante no es eliminarlas, es adecuarlas al contexto en el que nos encontremos y que de usarse como improperio, sean el sustituto ideal de la violencia física.
(*) Publicado en revista cultural Nativa (Villa María), Año 4, edición Nº26, Diciembre de 2008 (nota ampliada).-