domingo, 31 de enero de 2010

Lecturas de Verano 2010 (5ª entrega)

LECTURAS DE VERANO 2010


Se va terminando enero, pero quedan aún unas cuantas ediciones de las “Lecturas de verano”.
Seguiremos receptando, sólo por esta semana, los últimos trabajos literarios que ilustrarán las próximas ediciones de EL DIARIO Cultura.
Para hoy, una doble propuesta: una poesía y un cuento, un texto con tinta masculina y otra femenina, representaciones de Villa Nueva y Villa María…
A continuación una escueta reseña de ambos.

Pablo Durán nació en Córdoba en mayo de 1972. Vivió, estudió y trabajó en Villa María. En 2000 se asentó en Córdoba donde se dedicó al estudio y al trabajo en tareas legislativas. En esa época Durán comienza a navegar por las aguas de la literatura. En la actualidad vive en Villa Nueva.
La Feria del Libro Córdoba lo ha tenido como invitado seis años consecutivos donde ofreció charlas sobre distintas temáticas culturales.
Ha participado con sus textos en distintos medios locales y provinciales como EL DIARIO del Centro del País, El Regional, en el sitio del Gobierno de la Provincia de Córdoba y otros.
Tiene cinco publicaciones en libro que abarcan diferentes subgéneros dentro de la narrativa (cuentos, relatos, novela breve, novela fragmentaria, entre otros).
Para este domingo nos obsequia “El airecito”, ese que ansiamos en estas jornadas de furioso sol y agobiante calor. Es una poesía en tono de cumbia, para cantar, para bailar, para leer.

Nuestra siguiente invitada se llama Mónica Elsa Fornero. Nació en Carrilobo en julio de 1962 y hoy vive en Villa María.
Su infancia y adolescencia la vivió en el campo. Estudió la Licenciatura en Diseño y Producción Audiovisual pero debió abandonarla. Es Técnica en Comunicación y está estudiando la Licenciatura en Ciencias de la Información.
Desde 2004 integra la Asociación Civil “Verdad real, Justicia para todos” que lucha por los crímenes impunes en la ciudad, entre los que se encuentra el asesinato de su compañero. Desde 2007 es la secretaria de esa entidad. Participa en una Comisión que se formó con el objetivo de pedir la apertura del Túnel, Patrimonio de la ciudad. Fue locutora, integró también la Asamblea Popular “Todos por la justicia”. Es pro-tesorera de la SADE local.
Ha publicado en EL DIARIO, en la revista “La máquina” e “Identidad”, en varios concursos literarios, ciclos de poesías y de lecturas diversas.
El cuento que nos propone a continuación es una historia de niños, de pareceres y de sorpresas.


EL AIRECITO
(PENSADA EN SILENCIO DE CUMBIA)

Pablo Durán


Verano.
Fresca idea
de sentarme.

Soy el que espera
la próxima vuelta;
otras canciones vendrán.
Noche con cuerpo de aire,
azul encanto movedizo.
Yo, de camisa floreada,
me envuelve el airecito.

Verano.
Fresca idea
de sentarme.

Soy el que no consigue
bailar la noche entera;
codo en el bar.
Orquesta de trompetas,
vientos en el viento.
Yo, la voz de la fiesta,
nadie: el presentador.

Verano.
Fresca idea
de sentarme.

Soy el que dice
la parranda, la cuenta,
mas nunca baila.
Noche se va en claridad,
refresca, aquieta.
Yo, el grito de la fiesta,
sentado al airecito.

Verano.
Fresca idea
de sentarme.



EL EXTRAÑO
Mónica Elsa Fornero


Sus ojos eran tan profundos y negros como la noche, cuando reía, dejaba ver unos dientes parejos y brillantes como el nácar. Nadie sabía a ciencia cierta de donde venía, ni que hacía. Hablaba poco, no se daba con los lugareños, a excepción del dueño del almacén y del saladero, a quién les compraba todo lo que necesitaba.
Cada semana despachaba por correo de uno a tres paquetes, siempre de diferente tamaño. Circulaban muchas historias sobre él. La mente humana es complicada, teje las más intrincadas telarañas y la lengua se encarga de divulgarlas.
Lo único que todo el pueblo conocía, era que desde hacía dos meses aproximadamente ocupaba la cabaña que perteneciera a Juan Cabrera, y que su sobrina, única heredera, le prestaba a cambio de cuidado y orden y tal vez de algo más... según los pueblerinos.
La pequeña vivienda daba al lago, que en invierno llegaba a punto casi de congelación, pero que al extraño, así lo llamaba el pueblo, no parecía afectarle, pues obsesivamente a las nueve de la mañana tomaba su baño matinal.




La casa que los padres de Patricia y Roberto alquilaban todos los años para sus vacaciones de invierno, quedaba bien enfrente a la de Cabrera, al otro lado del lago.
En este pueblo de pescadores no pasaban demasiadas cosas; decidieron entonces ese año comprarle a sus hijos, un telescopio. A los niños el cosmos, pensaron, los tendría bastante tiempo ocupados. El regalo cayó como anillo al dedo, les resultó de lo más atractivo, ¡Al fin tendrían con qué divertirse a lo grande!
Apenas desenvuelto y después de discutir un rato sobre qué observarían, la elección recayó sobre su único e inmediato vecino, el del frente. Quizás fuera más divertido que mirar unas cuantas estrellas. Comenzaron por descubrir lo del chapuzón en el lago, pues la “tarea” de seguimiento comenzó muy temprano a la mañana siguiente; la caminata alrededor de la cabaña, veinte minutos exactos. Bastante aburrido, ellos no imaginaban que placer podía tener caminar alrededor de su propia vivienda; todo lo hacía con precisión de reloj suizo, el regado todos los días de dos potus que adornaban la entrada; el aseo de la casa, que le llevaba invariablemente una hora. Este trabajo solamente dos veces por semana, lunes y jueves
Roberto y Patricia que contaban con unos once a doce años, se turnaban, ya que era, después de conocerle todo los “secretos” domésticos, demasiado cansador seguir observando si por las dudas ocurría algo que ellos juzgaran interesante.
También descubrieron que los martes y viernes, salía rigurosamente por provisiones a las 17 horas y con la misma rigurosidad, volvía a las 19.
No contentos con eso no se dieron por vencidos y para tenerlo bajo la mira todo el tiempo, decidieron espiar los lugares frecuentados por el “extraño” y hasta quisieron saber qué compraba.



Era martes, día de compras, y allá fueron. El extraño, que también tenía nombre, o por lo menos apellido, Nicolino, así lo saludó el almacenero cuando entró.
Patricia y Roberto también entraron.
—Hola, buenas tardes Don Camilo, saludaron al unísono al acercarse al mostrador y otra vez.
—Buenas tardes señor...
El tal señor Nicolino se volvió para devolver el saludo.
—Hola, chicos, buenas tardes, y la mueca que no llegó a ser sonrisa, mostró una pareja hilera de dientes de una blancura poco común.
Su voz se oyó como salida de una cueva. A los chicos les corrió un frío por la espalda.
El comerciante respondiendo el saludo dio la espalda y comenzó a preparar la mercadería, parecía saber lo que el cliente quería, pues simplemente bajaba de las estanterías una serie de artículos, y los ponía en el mostrador, anotando su valor en un cuaderno.
El señor Nicolino, muy a decepción de sus vigilantes, compró cosas corrientes: una pasta dental, un paquete de yerba, arvejas en grano, té, café, una caja de fósforos, velas y tres atados de cigarrillos Virginia Slims. Los jovencitos se miraron y casi sueltan una carcajada.
Don Camilo metió todo en una bolsa y se la entregó, casi sin mediar palabra, el hombre pagó y volviéndose hacia los niños con voz que sonó tanto o más fría que el agua del lago, poniendo su mano derecha a la altura del pecho y levantando el dedo índice, como en señal de advertencia, les dijo:
—Buenas tardes, y recuerden. No siempre se encuentra lo que se busca, y al hacer esto, mostró otra vez su increíble dentadura.
Los chiquillos se miraron sin entender, por cuanto no le dieron importancia.
Después de unos segundos de espera mirando cosas distraídamente y sin oír, dejaron a Don Camilo con la pregunta a medias, salieron corriendo, debían seguir el recorrido del Señor extraño Nicolino. Ellos andaban en bicicleta; él en auto, un jeep descapotado, aunque viejo y bastante destartalado. Lo siguieron a cierta distancia, de últimas no era difícil encontrarlo en caso de que se les escabullera. El pueblo era una calle larga de varias cuadras que daba al puerto y solo un par de ellas hacia adentro.
Después de esperar diez minutos aproximadamente, salió del saladero con una bolsa al parecer muy pesada, la puso en la parte de atrás del vehículo y se encaminó hacía el café “Estrella de Mar” que distaba no más de cincuenta metros, sobre la misma vereda.
Entró, se sentó en la última mesa junto a la ventana, no había más de cuatro, todas ocupadas. A esa hora comenzaban a llegar los pescadores con sus cargas. Pidió algo que sus espías no supieron deducir que sería. Apenas hubo terminado salió, eran las dieciocho y cincuenta, en diez minutos estaría en la casa.
Los dos estaban bastante decepcionados, tampoco había pasado nada interesante ese día. De todos modos respiraron aliviados, pues caían de sueño cuando el hombre apagó la luz a las dos de la mañana, después de leer dos horas reloj, lo cual dejó de hacer para cenar y que le llevo no más que quince minutos. Luego estuvo sentado, a no dudarlo, construyendo algo. La pregunta era qué, pues lo hizo a espaldas de la ventana. Eso era lo que les restaba averiguar y lo dejarían para la próxima ausencia de su hombre, el viernes.




Esperaron unos quince minutos escondidos como a cincuenta metros de la cabaña, en realidad desesperaron, pues el corazón amenazaba con saltarles del pecho.
Roberto se había provisto de una ganzúa que le sacara de la cerrajería a su tío tiempo atrás. No necesitaron la famosa llave, la puerta no opuso resistencia. La sala no revelaba nada extraño, ordenada y limpia contaba con pocos muebles: una mesa vieja, tres sillas a su alrededor, un hogar, un espejo que enfrentaba la puerta, una pequeña biblioteca con títulos conocidos, excepto dos libros negros atados con una cinta roja que se encontraban en un rincón y que no tocaron, lo dejarían para otra oportunidad. Ahora su interés recaía en el oficio realizado por el hombre.
A la izquierda se iba a una pequeña cocina, lo suficientemente cómoda para una persona.
Y a la derecha una cortina que oficiaba de segunda puerta, no fue obstáculo para los pequeños intrusos, que entraron y otra vez se decepcionaron, no había allí nada interesante fuera del orden y la limpieza, al igual que en la sala; la cama de una plaza bien tendida, un cajón dado vuelta hacía las veces de mesa de noche, las cortinas, aunque gastadas, conservaban prolijamente sus pliegues.
Los chicos se miraron.
—Algo debe haber escondido, no puede ser tan solitario y no tener algún secreto, comento Roberto.
Patricia que empezaba a cansarse, le dijo, —¡Bueno que yo sepa no es pecado ser solitario!
—Chist, callate.
—¿Qué te pasa?
—Me pareció oír un ruido, vigilá la puerta.
—¿Por qué no vigilas vos? Se quejó la niña.
Patricia se dio vuelta y lo que vio la dejó petrificada.
Brazos en jarro y como una estatua se recortó en la puerta la figura del dueño de casa. Ahora a la niña le pareció enorme, más de lo que en realidad era. Un grito se le congeló en la garganta; los pies le pesaban toneladas, sintió que la sangre le estallaba en las sienes y sus manos sufrían fuertes temblores.
Su corta existencia pasó ante sus ojos, se vio tirada en una fosa junto a su hermano y su desesperación fue en aumento.
—¿Qué buscan? preguntó el recién llegado, con la tranquilidad que lo caracterizaba.
Esta pregunta sacó del letargo a Patricia e irguió como impulsado por un resorte a Roberto.
Y otra vez con voz que se les antojó de trueno, inquirió:
—¿Sus padres no les enseñaron que violar propiedad privada es delito?
No se movía de la puerta, no había como escapar, las dos ventanas a izquierda y derecha tenían rejas.
La pequeña seguía inmóvil aunque, comenzó a balbucear incoherencias. Su hermano que era algo mayor se puso delante con ánimo de protegerla.
—¿Nos... matará? –preguntó- tratando de disimular el terror que lo dominaba.
—Noo, voy a dejarlos ir. Pero... y mostró un telescopio igual al de ellos. Patricia que aún no había hablado le dijo:
—¡Ese es nuestro telescopio!
—Era, dijo, dirigiéndole una mirada de soslayo.
Roberto sintió que su cara se volvía roja y protestó.
—¡Usted entró en mi casa a robar!
—Y ustedes ¿Con qué fin entraron en la mía? Y agregó, váyanse, pero ¡ojo con lo que hacen! ¡Ahora puedo vigilarlos todo el tiempo...!
Hacía más de una semana que Roberto no dejaba entrar a su madre a la habitación, siempre tenía una excusa diferente.
Ese día no sabía que iba a inventarle. Sus padres aún no descubrían la falta del telescopio.
—Chicos, bajen, tienen visitas, dijo mientras golpeaba a la puerta después de probar y comprobar que la puerta seguía con llave.
—Ya vienen, anunció la señora cuando hubo bajado. Y fue a sentarse junto a su esposo.
Los niños no tardaron en bajar, los anfitriones y la visita callaron al escuchar que se acercaban. La persona en cuestión estaba de espaldas, y al darse vuelta los hermanos nunca imaginaron que verían al mismísimo señor Nicolino.
Roberto y Patricia miraron a sus padres y luego al hombre sin poder dar crédito a sus ojos.
El vecino del otro lado del lago, después de un cálido saludo les ofrecía un regalo.
—Vamos, dijeron sus padres, ¿no van a recibirlo?
Los dos retrocedieron sin decir palabra sentándose uno a cada lado de sus padres.
—¿Qué pasa? ¿No les intriga saber qué hay adentro? preguntó el señor Nicolino, y dejó ver la blancura de sus dientes que le daban al rostro un aspecto inquietante.
—Sí... sí, contestaron.
Ninguno de ellos se atrevía a romper el papel, se miraron, miraron a sus papás que parecían ignorantes de todo y volvieron a mirar al visitante que ahora les pareció disgustado. Esto los asustaba aún más.
—¿Quién los había mandado a espiar? ¿Quién? Era el pensamiento que los dominaba.
Fue el mayor de ellos el que comenzó a desenvolver la caja, esto animó a la niña a ayudarlo.
La sorpresa al abrir la caja fue tal que la expresión les fue cambiando, de temor a estupor para terminar en asombro.
—¿No saben decir gracias? ¿Qué les parece? quiso saber su mamá
Los chicos seguían sin poder pronunciar palabra. Las dos estatuillas de cera, de aproximadamente cincuenta centímetros eran la fiel imagen de ellos.
—¡Ah! ¿Por qué no nos dijeron que le habían prestado el telescopio al señor? inquirió el padre con extrañeza.
Los hermanos no supieron qué contestar. El visitante esbozó una sonrisa y comentó:
—Sus hijos han sido muy amables, se los agradezco infinitamente.
Al tiempo que se levantaba y les dirigía una mirada cómplice a los niños dijo: —pueden ir a buscarlo cuando quieran, los voy a estar esperando.



(*) Publicado en EL DIARIO del Centro del País, domingo 31 de enero de 2010.-